Instantes de pausa y sentido
Para volver a lo esencial
A veces basta un paseo sin rumbo, una luz particular, un instante suspendido en la ciudad, para descubrir algo que siempre estuvo ahí. Aquí te cuento cómo una esquina que, sin decir palabra, me ayudó a descubrir personajes fascinantes de Buenos Aires.
El momento era perfecto. Uno de esos atardeceres porteños en los que los últimos rayos del sol tiñen los edificios con un aura mágica. Es como si la ciudad se engalanara con esa luz dorada, tenue, casi irreal. Fue en ese instante —tan breve como intenso— que lo supe: esas paredes guardaban historias. No historias comunes, no. Historias poderosas.
Historias que se escondían detrás de las persianas bajas, en el hierro frío de las rejas, en el eco suave del mármol. Entonces llegó ese aroma, inconfundible: piedra húmeda, tiempo detenido, musgo en las grietas. Ese olor que solo las construcciones antiguas conservan me confirmó que, sin saberlo, estaba por descubrir algo.
Pero no fue justo ahí… fue después. Quizás días, quizás semanas más tarde, cuando supe su nombre: Palacio Fernández Anchorena. El nombre sonaba a linaje, a mármol pulido, a secretos guardados bajo llave. Supe entonces que sus primeros dueños jamás lo habitaron. Que pasó de manos aristocráticas a usos diplomáticos. Que fue prestado, alquilado… que albergó a un presidente y a su esposa, y que más tarde fue comprado por una marquesa pontificia: una mujer devota que donó su vida y su fortuna.
Y entonces todo encajó. Esa sensación de belleza suspendida, de grandeza detenida en el tiempo, no era solo mi imaginación. Desde aquel primer encuentro, me invadió la nostalgia de una época que ya no volvería.
En esas paredes quedó impresa parte de la vida de los personajes que descubrí aquella tarde de paseo por Recoleta: Marcelo Torcuato de Alvear y su esposa, Regina Pacini. También la de Adelia María Harilaos de Olmos. Ellos son, lo entendí después, la sorprendente historia que el viejo palacio me susurró al alma. Por eso, nunca lo dejé de admirar.
¿Seguimos caminando juntos en los próximos textos?
Fue en ese instante —tan breve como intenso— que lo sentí: esas paredes guardaban historias.
Esa sensación de belleza suspendida, de grandeza detenida en el tiempo, no era solo mi imaginación.
Ellos son, lo entendí después, la sorprendente historia que el viejo palacio me susurró al alma.